Homilía de la Solemnidad de la Santísima Trinidad (C)



Un Misterio para orar y gustar

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas Prov 8,22-31; S 8; Rm 5,1-5; Jn 16,12-15



Celebramos hoy la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Dice el Catecismo que “es el misterio central de la fe y de la vida cristiana” (234), un solo Dios y tres personas distintas”. Y tras esta afirmación prosigue el Catecismo: “Es la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía la importancia de las verdades de la fe. La historia de la salvación –o sea la creación, la redención por Jesucristo y la Iglesia hasta el juicio final– no es otra cosa que el camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado y se une con ellos”(CIC 234).

Sin embargo es un misterio. Recordemos la visión de San Agustín, una de las mayores inteligencias de la historia, que paseando por la playa, ve a un niño, un ángel en figura de niño, que con un pequeño cubo lo llenaba una y otra vez y derramaba el agua en un pocito, que había abierto en la arena. Agustín le preguntó qué es lo que hacía. Contesta el niño que quiere secar el mar echando su agua en aquel pocito. Pero eso es imposible –responde Agustín. Pues más imposible es que tú te expliques cómo es la Trinidad –fue la respuesta del ángel.

Es un misterio que la inteligencia humana nunca hubiera podido ni atisbar. Sólo pudimos conocerlo (sin podérnoslo explicar) porque Dios nos lo ha querido comunicar; y aun así no podemos alcanzar otra razón de su verdad sino que Dios nos lo ha revelado. Será en el Cielo donde se nos aclarará, cuando veamos  a Dios cara a cara.

El evangelio de hoy recuerda una de las muchas revelaciones de Jesús sobre la Trinidad. Dice a sus discípulos que todavía le quedan maravillas por manifestar; pero son cosas demasiado sorprendentes y grandes para ellos. De todos modos sí les puede decir que el Espíritu de la Verdad les va a guiar hasta la verdad plena. De este Espíritu ha dicho ya Jesús que les será defensor; que estará junto a los discípulos y en ellos; que les enseñará la verdad completa, la que Jesús posee y el Espíritu ha recibido de Él, que les manifestará lo que está por venir. A su vez dice Jesús que todo lo que es del Padre es también suyo, de Jesús, del Hijo.

Sólo con Jesucristo se nos ha revelado este misterio; pero ya en el Antiguo Testamento se nos dieron algunos anticipos. Uno de ellos está en la primera lectura de hoy. El autor canta a la sabiduría de Dios que se muestra en el orden del universo tan maravilloso, tan bello, tan perfecto. Y hablando así de esa sabiduría que tan bien refleja el poder de Dios, se llena de entusiasmo y poesía y la ensalza y piropea como a una persona: “Allí estaba yo –hace hablar a la sabiduría– cuando trazaba la bóveda sobre faz del abismo…Cuando (Dios) asentaba los cimientos de la tierra, Yo estaba junto a Él…yo era su encanto cotidiano…todo el tiempo jugaba en su presencia, jugaba con la bola de la tierra y gozaba con los hijos de los hombres”.

Pero es con Jesucristo que se nos ha manifestado toda la verdad. El texto de la segunda lectura, tomado de la Carta a los Romanos, nos remite de la mano de Pablo al Dios Trino con la mayor naturalidad, porque Dios se nos ha manifestado como uno y trino simultáneamente: un solo Dios, una sola naturaleza divina, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Expresiones semejantes las encontramos en abundancia en el Nuevo Testamento.

Cierto, se trata de un solo y único Dios, pero también del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que siendo personalidades diferentes entre sí, cada una goza de la posesión de la substancia y naturaleza divina que es común a las tres personas. Sería presuntuoso pretender exponer con claridad el misterio en una homilía de diez minutos.

Estos misterios no son para comprenderlos, sino para vivirlos. Ante ellos lo fundamental y lo primero es creer, luego vivir, experimentar, gozar de la verdad y así ir entrando en la posesión de la riqueza divina. Esa vivencia nos adentra en Dios. El misterio se hace invitación y desafío para dejarnos arrebatar. Lo que viene luego es algo indescriptible, es para los elegidos de Dios. Pidan todos a Dios que les lleve a vivir de ese misterio, aunque no sea más que un poquito, en la tierra.

En la misa la oración colecta se dirige al Padre por mediación del Hijo e inspiración del Espíritu. También en la misa la Iglesia, reunida por el Espíritu, ofrece al Padre el sacrificio de Cristo.

No podemos explicar lo que es la vida, pero vivimos. Nos es imposible explicar con suficiente claridad este misterio. Pero estamos llamados a formar parte de él; incluso con razón podemos decir que ya formamos parte y ciertamente confiamos disfrutar de él en la bienaventuranza. Vivamos al Padre como quien nos ha enviado a su Hijo y como quienes somos sus hijos por haber sido unidos a Él por el bautismo como sarmientos a la vid; y como quienes poseemos y estamos poseídos por el Espíritu Santo para producir fruto, para soportar con Cristo la cruz que junto a Él hemos de cargar.

Vivamos el gozo de la Trinidad. Cada domingo aumentémoslo: más y más hijos del Padre, más y más unidos a Cristo, más y más llenos del Espíritu. A María, nuestra Madre, pedimos que interceda: que el Espíritu venga a nosotros, que la fuerza del Altísimo nos cubra, y que la gracia del Hijo nos llene y haga hijos de Dios.




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